El encuentro entre Artigas y un comerciante inglés que estaba de viaje por el Río de la Plata.
Lo que vas a leer, es parte del diario de viaje de un comerciante inglés que visitó a Artigas en Purificación. A este comerciante le habían contado cosas negativas de Artigas, por eso fue a Purificación con muchos prejuicios que veremos si los mantuvo o no.
(...)
Tal era Artigas en la época que lo visité:
y en cuanto a la manera de vivir del poderoso Protector y modo de expedir sus
órdenes, en seguida se verá. Provisto de cartas del capitán Percy, que requería
en términos comedidos la devolución de los bienes retenidos por los satélites
del caudillo en la Bajada, o su equivalente en dinero, me hice a la vela
atravesando el Río de la Plata y remontando el bello Uruguay, hasta llegar al
Cuartel general del Protector en el mencionado pueblo de la Purificación. Y
allí (les ruego no hacerse escépticos en mis manos), ¿qué creen que vi? ¡Pues,
al Excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo sentado en un cráneo de
novillo, junto al fogón encendido en el piso de barro del rancho, comiendo
carne de un asador y bebiendo ginebra en guampa! Lo rodeaban una docena de
oficiales mal vestidos, en posturas semejantes, y ocupados lo mismo que su
jefe. Todos estaban fumando y charlando. El Protector dictaba a dos secretarios
que ocupaban junto a una mesa de pino las dos únicas desvencijadas sillas con
asiento de paja que había en la choza. Era una reproducción acabada de la
cárcel de la Bajada, exceptuando que los actores no estaban encadenados, ni
exactamente sin chaquetas. Para completar la singular incongruencia del
espectáculo, el piso de la única habitación de la choza (que era bastante
grande) en que el general, su estado mayor y
secretarios se congregaban, estaba sembrado con pomposos sobres de todas
las provincias (algunas distantes 1.500 millas de aquel centro de operaciones),
dirigidos a “S.E. el Protector”. A la puerta estaban los caballos humeantes de
los correos que llegaban cada media hora y los frescos de los que partían con igual frecuencia.
Soldados, ayudantes, exploradores, llegaban al galope de todas partes. Todos se
dirigían a “Su Excelencia el Protector”,
y su Excelencia el Protector, sentado en su cráneo de toro, fumando, comiendo,
bebiendo, dictando, hablando, despachaba sucesivamente los varios asuntos de
que se le noticiaba, con tranquila o deliberada, pero imperturbable nonchalance
que me reveló muy prácticamente la exactitud del axioma, “espera un poco
que estoy de prisa”. Creo que si los
asuntos del mundo hubieran estado a su cargo, no hubiera procedido de otro
modo. Parecía un hombre incapaz de atropellamiento y era, bajo este único
aspecto (permítaseme la alusión), semejante al jefe más grande de la época.
Además de la carta del capitán Percy, tenía
otra recomendación de un amigo
particular de Artigas; y entregué primero ésta considerándola mejor modo de
iniciar la parte de mi asunto que, por envolver una reclamación, naturalmente
creía fuera menos agradable. Cuando leyó mi carta de presentación su Excelencia
se levantó del asiento y me recibió no solamente con cordialidad, sino, lo que me sorprendió más, con maneras
relativamente caballerosas y realmente de buena crianza. Habló alegremente
acerca de su casa de gobierno; y me rogó, como que mis muslos y piernas no
estarían tan habituados como los suyos a la postura d cuclillas, me sentase en
la orilla de un catre de guasquilla que se veía en un rincón del cuarto y pidió
fuera arrastrado cerca del fogón. Sin más preludio o disculpa, puso en mi mano
su cuchillo, y un asador con un trozo de
carne muy bien asada. Me rogó que comiese y luego me hizo beber, e
inmediatamente me ofreció un cigarro. Participé de la conversación; sin darme
cuenta me convertí en gaucho; y antes de que yo hubiese estado cinco
minutos en el cuarto, el general Artigas estaba de nuevo dictando a sus
secretarios y despachando un mundo de asuntos, al mismo tiempo que se condolía
conmigo por mi tratamiento en la Bajada, condenando a sus autores, y diciéndome
que en el acto de recibir la justa reclamación del capitán Percy, había dado órdenes para que se
me pusiese en libertad.
Hubo mucha conversación y escritura, y
comida y bebida; pues así como no había cuartos separados para desempeñar estas variadas operaciones,
tampoco parecía se les señalase tiempo especial. Los negocios del Protector
duraban de la mañana a la noche y lo mismo eran sus comidas; porque cuando un
correo llegaba se despachaba otro; y cuando un oficial se levantaba del fogón
en que se asaba la carne, otro lo
reemplazaba.
Por la tarde su Excelencia me dijo que iba
a recorrer a caballo el campamento e inspeccionar sus hombres, y me invitó a
hacerle compañía. En un momento él y su estado mayor estuvieron montados. Todos
los caballos que utilizaban estaban entrenados
y ensillados día y noche alrededor de la choza del Protector, lo mismo
que los caballos de las tropas
respectivas en el sitio de su vivac; y con aviso de cinco minutos, toda la fuerza podía ponerse en movimiento
avanzando sobre el enemigo o retirándose con velocidad de doce millas por hora.
Una marcha forzada de veinticinco leguas (setenta y cinco millas) en una noche,
nada era para Artigas; y de ahí muchas de las sorpresas, los casi increíbles
hechos que realizaba y las victorias que ganaba.
Heme ahora cabalgando a su derecha por el
camamento. Como extraño y extranjero me dio precedencia sobre todos los
oficiales que componían su séquito en número más o menos de veinte. No se
suponga, sin embargo, cuando digo “su séquito”, que había ninguna afectación de
superioridad por su parte o señales de
subordinación diferencial en quienes le seguían. Reían, estallaban en
recíprocas bromas, gritaban, y se mezclaban con un sentimiento de perfecta
familiaridad. Todos se llamaban por su nombre de pila sin el Capitán o Don,
excepto que todos, al dirigirse a Artigas, lo hacían con la evidentemente
cariñosa y a la vez familiar expresión de “mi general”.
Tenía alrededor de
1.500 seguidores andrajosos en su campamento que actuaban en la doble capacidad
de infantes y jinetes. Eran indios principalmente sacados de los decaídos
establecimientos jesuíticos, admirables
jinetes y endurecidos en toda clase de privaciones y fatigas.Las lomas y fértiles llanuras de la Banda Oriental y Entre Ríos suministraban abundante pasto para sus caballos y numerosos
ganados para alimentarse. Poco más necesitaban. Chaquetilla y un poncho
ceñido en la cintura a modo de “kilt” escocés, mientras otro colgaba de sus
hombros, completaban con el gorro de fajina y un par de botas de potro, grandes
espuelas, sable, trabuco y cuchillo, el atavío artigueño. Su campamento
lo formaban filas de toldos de cuero y ranchos de barro; y éstos, con una media
docena de casuchas de mejor aspecto, constituían lo que se llamaba Villa de
la Purificación.
De qué manera
Artigas, sin haber pasado a la Banda Occidental del Paraná, obtuvo jurisdicción
sobre casi todo el territorio situado entre aquel río y la vertiente oriental
de los Andes, requiere una explicación. Muy poco tiempo después de
estallar la Revolución, los habitantes
de Buenos Aires se mostraron inclinados a enseñorearse de las ciudades y
provincias del interior. Todos los gobernadores y la mayor parte de los
funcionarios superiores eran nativos de aquel lugar; las ciudades eran guarnecidas con tropas de allí; el aire de superioridad
y, a menudo, arrogante de los porteños disgustaba a muchos de los
principales habitantes del interior, y los hacía ver en sus altaneros
compatriotas solamente otros tantos delegados substitutos de las antiguas
autoridades españolas. Por consiguiente, tan pronto como las armas de Buenos
Aires sufrieron reveses en el Perú,
Paraguay y la Banda Oriental, las ciudades del interior se negaron a
obedecer, nombraron gobernadores de su elección, y para fortificar sus manos,
pidieron la ayuda de Artigas, el más poderoso y popular de los jefes alzados.
Así quedaron habilitados para hacer causa común contra Buenos Aires. Cada
pequeña ciudad conquistó su propia
independencia, pero a expensas de todo orden y ley. Los recursos del país se
hacían cada día menos valederos para el
propósito de fijar la base de una prosperidad permanente y sólida; y, mientras,
en este momento, las riñas rencorosas y
los odios de partido están diariamente ensanchando la brecha entre la familia
sudamericana, su caudal está padeciendo aquel proceso de agotamiento
inseparable siempre de la guerra civil. Su comercio está casi paralizado por la
inseguridad que nace así para las personas como para la propiedad.
Pasadas algunas horas con el general
Artigas, le entregué la carta del capitán Percy; y en términos tan
medidos como eran necesarios para exponer claramente mi causa, inicié mi
reclamo dc compensación.
“Vea”, dijo el general con
gran candor y nonchalance, “cómo vivimos aquí; y es todo lo que podemos hacer
en estos tiempos duros, manejarnos con
carne, aguardiente y cigarros. Pagarle seis mil pesos, me sería tan imposible
como pagarle sesenta o seiscientos mil. Mire”, prosiguió; y, asi diciendo,
levantó la tapa de un viejo baúl militar y señalando una bolsa de lona en el
fondo: “Ahí”, añadió, “está todo mi efectivo, llega a trescientos pesos; y de
dónde vendrá el próximo ingreso, sé tanto como usted”.
Es bueno conocer el
momento de abandonar con buena gracia una reclamación infructuosa; y pronto me
convencí de que en la presente circuntancia la mía lo era. Haciendo de la
necesidad virtud, le cedí, por tanto, voluntariamente, lo que ninguna
compulsión me habría habilitado para recobrar; y apoyado así en mi generosidad,
obtuve del Excelentísimo Protector, como demostración de su gratitud y buena
voluntad, algunos importantes privilegios mercantiles relativos al
establecimiento que yo había formado en Corrientes. Me produjeron poco más que
la pérdida sufrida. Con mutuas expresiones de consideración nos despedimos. El
general insistió en darme dos de sus guardias como escolta, extendiéndome
pasaporte hasta la frontera paraguaya. Esto me valió todo lo que necesitaba:
caballos, hospedajes, alojamiento, en todo el camino de Purificación a
Corrientes. La jornada me tomó cuatro días; y ansioso ahora, después de todo lo
que había sufrido por causa de Francia, de entrevistarme con él, determiné sin
dilación seguir al Paraguay. (...)